Eso que generalmente se llama bello no es más
que una sublimación de las realidades de la vida
La belleza como concepto ha sido muy
maleable a lo largo de la historia de la humanidad, no es lo mismo pensar en la
belleza femenina de principios de siglo XXI, que del XX, del XIX y así
sucesivamente, nada más citamos un pequeño ejemplo el cual puede llenar páginas
y páginas de diversos estudios. En este caso nos concentraremos sólo en el
aspecto de la belleza de la palabra escrita, tal y como lo expusiera Guillermo
Díaz-Plaja:
La literatura se
mueve por un imperativo de Belleza. Cada poeta, cada grupo, cada escuela, cada
período tienden a la consecución de lo bello y extreman, cada vez más, las posibilidades de su inventiva.
Siguiendo
este orden de ideas es posible entender los distintos conceptos de belleza que
han inundado las expresiones literarias de todas las épocas y su consecuente diversidad,
cómo han enriquecido a la gran producción literaria de todos los tiempos. En su
libro El elogio de la sombra,
el escritor japonés Junichiro Tanizaki afirma que:
Lo bello no es
una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros
producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias.
Ese
dibujo del que habla Tanizaki, que juega con sombras, en el caso de la poesía
esas “diferentes sustancias” se encuentran conformadas, -utilizando una
expresión del japonés- por “Unos fulgores fugaces y perezosos”, que se
van formando gracias a la gran maestría empleada por los artistas de la palabra
quienes otorgan vida a pequeños universos gracias a ese imaginario en el que
habitan. Lo expresa mejor la escritora española María Zambrano:
El poeta, en su
poema crea una unidad con la palabra, esas palabras que tratan de apresar lo
más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa, de cada instante.
Esos instantes
que quedan condenados a repetirse cada vez que alguien los nombra cuando se lee
un poema, convirtiéndose en un momento exclusivo, único; al respecto Antonio
Gamoneda escribió que “la poesía crea realidad y engendra
conocimiento, el de esta realidad por ella creada, que no se da ni puede
ser dicho fuera de ella”.
Al abrir un
libro y muy particularmente, cuando leemos un poema, la realidad del mundo
cotidiano queda fuera, nos vamos adentrando en un microcosmos que sólo responde
a sus reglas y realidades, retomando aquello que dijera Gamoneda, quien también
hiciera algunas reflexiones sobre este tema, apunta lo siguiente: “mi vida se
intensifica porque he sentido el
significado, no porque lo haya o no comprendido”, de eso se trata la poesía:
de sentir ese placer, saborear ese sentir más allá de toda comprensión o
interpretación, dejar atrás –como diría Luis Cernuda- “esta existencia
mezquina” y abandonarse en el poema. Henri Michaux en el prólogo que realiza en
un libro de Lorand Gaspar explica que:
La poesía es el
lenguaje de la vida […] Lenguaje de intensidad y de crisis, discurso de
inseguridad, de duda en la que surge la certeza instantánea, amenazada de lo
vivo […] en las que a veces se encuentra uno en presencia de lo que no tiene
nombre.
La
poesía, esa poiesis, ese hacer, hacer
que crea, que toca a las palabras y las transforma, otorgándoles “otro”
significado, engrandeciendo el que ya poseen.
Cada
poeta en la creación de sus universos, esos mundos tan particulares que se
atreven a compartir con el resto de los mortales quedan inmortalizados,
mostrando el fluir de una época, que en sus palabras obtienen la atemporalidad,
ese espacio donde no existe pasado o futuro, sólo el enfrentamiento con ese
universo perenne cada vez que se lee. Hay momentos en la historia de la
humanidad –en la mayoría de las veces adversos- en los cuales las producciones
artísticas adquieren ciertos matices que las distinguen de las demás, ya por la
forma en que logran reflejar el contexto en el que fueron creadas, ya por alzar
la voz en contra de las corrientes dominantes.
Por citar sólo
un caso, se puede hablar de la posguerra en España, en donde surgiera la
llamada Generación del 50 a
la que pertenecen: José Manuel Caballero Bonald, Rafael Sánchez Ferlosio, Ángel
González, Jaime Gil de Biedma, Ignacio Aldecoa, Eladio Cabañero, Carlos Sahún,
Antonio Gamoneda, José Agustín Goytisolo, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez
y Francisco Brines.
De los poetas
citados en el párrafo anterior, es en José Ángel Valente (Ourense, 1929 – Ginebra,
2000) y Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 – Madrid, 1999) se explorará la belleza
de su palabra escrita, en sus poemas ahondan esos momentos, pequeños detalles,
movimientos lentos de los objetos. En el primer poeta transfigurando a la
palabra en cuerpo; en el segundo, prestando su voz poética a aquéllo que no la
tiene, gracias a ellos nos damos cuenta que tan sólo vivimos (o dejamos pasar
nuestra existencia) sin percatarnos de la belleza que hay en esos instantes,
Michaux lo explica claramente:
No
se puede confinar la poesía a un código determinado, cerrado. Es lenguaje
inaugural, lenguaje de los lenguajes, potencia de conjunción y de disyunción, de construcción y de disolución.
Está investida por el movimiento modelador, por el devenir musical de la
materia del mundo.
Memoria
balbuceante de lo que no tiene memoria.
En estos dos
poetas encontramos justo lo que señala Michaux, sus voces poéticas poseen: la
de Valente, disyunción y disolución, un
todo lo convierte en partes: el cuerpo; la de Rodríguez, conjunción y
construcción, se permite dar voz a cada objeto que nombra, cada poema es una
unión de diversas voces.
José Ángel Valente: el don del cuerpo poético
Con las manos se forman las palabras,
con las manos y en su concavidad
se forman corporales las palabras
que no podíamos decir
En el libro
“El fulgor” nos encontramos frente a un cuerpo que no está completo, sino son
las partes de un cuerpo que a su vez conforman uno solo:
XXVII
Sumergido
rumor
de
las burbujas en los limos
del
anegado amanecer,
innumerables
órganos
del
sueño
en
la vegetación que crece
hacia
el adentro
de
ti o de tus aguas, ramas,
arterias,
branquias vertebrales,
pájaros
del latir,
arbóreo
cuerpo, en ti, sumido
en
tus alvéolos.
La voz poética
de José Ángel Valente se pasea por descripciones, en ocasiones inteligibles,
sólo sabemos que nos encontramos frente a un cuerpo, el cual, en este caso
pareciera que es un ser que vive en las profundidades de un río, un charco o el
mar, ese “arbóreo cuerpo” lleno de “ramas”, “arterias”, “branquias vertebrales”,
que se encuentran sumergidas en un universo acuoso.
Su yo poético logra mostrarnos ese lento
movimiento ondulante del agua, “pájaros del latir”, ante este tipo de hallazgos
poéticos recordamos las palabras de Lorand Gaspar quien indica que “Más que
revelarse a sí mismo, el poema nos revela”, en el caso de este libro de
Valente, “El fulgor”, que se define como un resplandor o brillantez, va
mostrando desde la oscuridad de las sombras nocturnas a los objetos:
XXV
Entrar,
hacerse
hueco
en
la concavidad,
ahuecarse
en lo cóncavo.
No puedo
ir
más allá, dijiste, y la frontera
retrocedió
y el límite
quebróse
aún donde las aguas
fluían
más secretas
bajo
el arco radiante de tu noche.
Estos versos continuamente
van fluyendo en un ritmo acuoso en el cual las aguas más secretas se encuentran
bajo “el arco radiante de tu noche”, otro hallazgo poético, el contraste entre
la oscuridad y la luz es una constante a lo largo de este libro; sin embargo,
Tanizaki expresa de una mejor manera esos descubrimientos que brotan desde la
oscuridad:
ser adivinada en
algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno
u otro detalle
Los poemas de
“El fulgor” poseen una suave musicalidad, que contrasta con la complejidad de
las frases que le dan vida, los poemas que lo componen nacen en la oscuridad y
también de la luz:
XXIV
En el amanecer,
en las primeras
brumas de ti que crean
el espacio
y la figuración,
pupila o mano,
manantial de la
noche, cuerpo, tú,
rumor distinto de
las otras formas
que sólo tú
despiertas en la luz.
Entre esos
claroscuros se vislumbra el movimiento de los cuerpos, que van flotando en
universos acuáticos o pertenecen a él:
XII
Moluscos lentos,
sembrada estás de
mar, adentro
de ti hay mar:
moluscos del beber
en ti el mar
para que nunca en
ti
tuvieran fin las
aguas.
En este
pequeño poema se habla de los moluscos que forman parte del mar y cómo dentro
de ellos también hay mar, de un ser pequeño que se pierde en la inmensidad de
un mar, la voz poética encarna una reflexión filosófica, como lo expresara
Tanizaki: “La forma de un instrumento aparentemente insignificante puede tener
repercusiones infinitas”], en este caso al ser
tocado por la gracia del don poético ese molusco representa ya desde ahora y
para siempre la eternidad del mar.
La voz poética de sé Ángel Valente logra
desbaratar un todo en partes, como un rompecabezas al que va formando después,
en un suave compás, como el ritmo de las olas de mar, que es su mar, dentro del
cual nos vamos sumergiendo en la lectura de cada verso.
Claudio Rodríguez: la memoria de sus
sombras
Todo es nuevo quizá para nosotros
En
la “Introducción” del libro Desde mis
poemas de Claudio Rodríguez contiene un apartado que “A manera de un
comentario” el propio autor indica:
Si la poesía,
entre otras cosas, es una búsqueda, o una participación entre la realidad y la
experiencia poética de ella a través del lenguaje, claro está que cada poema es
como una especie de acoso para lograr (meta imposible) dichos fines.
Esa
búsqueda de la que habla Rodríguez en su obra Don de la ebriedad lo lleva a “prestar” su voz poética a aquellos
seres que en lugar de ser descritos podemos conocerlos, porque en estos poemas sabemos
que sienten como nosotros:
El agua. Se
entristece al contemplarse
desnuda y ya con
marzo casi encinta.
El
yo poético se va haciendo a un lado,
comparte su protagonismo al quedar deslumbrado con la belleza que le rodea y lo
va cercando:
Siempre
la claridad viene del cielo;
es
un don: no se halla entre las cosas
sino
muy por encima, y las ocupa
haciendo
de ello vida y labor propias.
Así
amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de las sombras
[…]
Y,
sin embargo, -esto es un don-, mi boca
espera,
y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria
de persecución.
En
otro momento esa misma voz canta y dice que desea ser un río eterno:
Cuando
hablaré de ti sin voz de hombre
para
no acabar nunca, como el río
no
acaba de contar su pena y tiene
dichas
ya más palabras que yo mismo.
El
don de esta ebriedad poética en la cual ya estamos inmersos es contiene una larga
serie de preguntas retóricas de las cuales no se espera y tal vez no existe
respuesta, cada lector podrá responder según sus vivencias, tal como lo indica George
Steiner:
Un “texto” se
genera cuando el lector es aquel que racionalmente se concibe a sí mismo
escribiendo un “texto” comparable en importancia y en grado de exigencia, con
aquel que está leyendo. Leer es sostener una relación a la vez recreativa y
competitiva con el texto del escritor.
Como
lectores, cada uno podrá responder los cuestionamientos con libre albedrío, sin
embargo, lo que no es posible es pasar por alto la minuciosidad con la que esta
voz poética se va deteniendo en esos
acontecimientos que de tan cotidianos ya pasan desapercibidos y justo ahí es
donde radica la belleza de esta embriaguez que recorre cada verso:
Así el deseo.
Como el alba, clara
desde la cima y
cuando se detiene
tocando con sus
luces lo concreto
recién oscura,
aunque instantáneamente.
Después abre
ruidosos palomares
y ya es un día
más.
Algo
tan cotidiano e invisible como cada amanecer es retratado de una forma tan exquisita:
el deseo es como el alba, no se sabe en qué momento surgirá y cómo tocará con
sus luces lo concreto, por que no se sabe exactamente cuándo y de pronto ya
amaneció. Estas imágenes que evocan el
comienzo de todos los días, recuerdan lo que Junichiro Tanizaki comentara sobre
la belleza auténtica:
Se puede
encontrar belleza en un rostro totalmente artificial, pero nunca se
experimentará la impresión de autenticidad que produce la belleza sin
maquillaje.
Lo
que el autor japonés describe es lo que se observa en el microcosmos que nos
presenta el yo poético de Claudio
Rodríguez:
Y es que en la
noche hay siempre un fuego oculto,
un resplandor
aéreo, un día vano
para nuestros
sentidos, que gravitan
hacia arriba y no
ven ni oyen abajo.
La belleza de
un paisaje desnudo que se va mostrando desde cada ángulo, en cada mínimo espacio
se van develando esos misterios, los cuales, descubren hasta sus más íntimos
secretos. Lo cual recuerda lo que escribiera Guillermo Díaz-Plaja, quien señala
que puede existir un: “paisaje-protagonista, personaje activo dentro del cual y
a través del cual se concibe la acción”, en el caso de la voz poética de Rodríguez va dando
espacio paulatinamente al mundo en el que vive, comparte sus experiencias y
todos estamos ya en un mismo nivel: el poema, el yo poético y el lector, unidos en un momento mágico en que esos
tres elementos se confunden en uno sólo:
La belleza
anterior a toda forma
nos va haciendo a
su misma semejanza.
Y es que es así:
niveles de algún día
para caer sin
vértigo de magias,
en todo: en lo
sembrado por el aire
y en la tierra,
que no pudo ser rampa
de castidad. Y
así tiene que vernos.
Y
efectivamente, tiene razón, la belleza es anterior a toda forma y en toda forma
puede ser vivida, pero sobre todo sentida, dependiendo de la sensibilidad de
cada espectador.
José
Ángel Valente y Claudio Rodríguez son dos grandes voces poéticas que emergieron
en la crítica situación que se vivió en España después de la Guerra Civil de los 30’s, ambos
pasaron por la experiencia de visitar universidades extranjeras, recibieron
además el Premio Adonais; Rodríguez en 1953 y Valente un año después. En estos
dos poetas se encuentra la conjunción perfecta que logra dar vida a ese don de
la belleza que queda en la memoria de la palabra escrita.
El
camino que recorren es completamente diferente, sin embargo ambos logran, como
lo canta Alejandro Sanz: “Descubrí que cuando
cantas sólo estás dibujando con palabras”, dibujar, reflejar, revelarnos
aquello que nada más puede ser dicho de esa manera, porque no existiría otra
forma mejor para expresarlo. Ello conlleva a rememorar las palabras que en una
Conferencia dictara Dulce María Loynaz:
Son ellos, los
místicos, los artistas, los poetas, los que revelan a los demás, al solo
resplandor de una palabra, de un trazo, de una música, el mundo mágico que
todos llevamos dentro.
Y regresamos
al principio, a lo ya citado por Lorand Gaspar: un poema nos revela, aquello
que sólo a nosotros y de esa manera puede ser revelado: un poema es una venta
abierta hacia dentro de nosotros mismos, por que en todos existe esa belleza,
sólo espera a que la encontremos.