jueves, enero 10, 2013

La belleza de la palabra escrita: Claudio Rodríguez y José Ángel Valente


Eso que generalmente se llama bello no es más
que una sublimación de las realidades de la vida


La belleza como concepto ha sido muy maleable a lo largo de la historia de la humanidad, no es lo mismo pensar en la belleza femenina de principios de siglo XXI, que del XX, del XIX y así sucesivamente, nada más citamos un pequeño ejemplo el cual puede llenar páginas y páginas de diversos estudios. En este caso nos concentraremos sólo en el aspecto de la belleza de la palabra escrita, tal y como lo expusiera Guillermo Díaz-Plaja:
La literatura se mueve por un imperativo de Belleza. Cada poeta, cada grupo, cada escuela, cada período tienden a la consecución de lo bello y extreman, cada vez  más, las posibilidades de su inventiva.

         Siguiendo este orden de ideas es posible entender los distintos conceptos de belleza que han inundado las expresiones literarias de todas las épocas y su consecuente diversidad, cómo han enriquecido a la gran producción literaria de todos los tiempos. En su libro El elogio de la sombra, el escritor japonés Junichiro Tanizaki afirma que:
Lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias.

         Ese dibujo del que habla Tanizaki, que juega con sombras, en el caso de la poesía esas “diferentes sustancias” se encuentran conformadas, -utilizando una expresión del japonés- por “Unos fulgores fugaces y perezosos”, que se van formando gracias a la gran maestría empleada por los artistas de la palabra quienes otorgan vida a pequeños universos gracias a ese imaginario en el que habitan. Lo expresa mejor la escritora española María Zambrano:
El poeta, en su poema crea una unidad con la palabra, esas palabras que tratan de apresar lo más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa, de cada instante.

Esos instantes que quedan condenados a repetirse cada vez que alguien los nombra cuando se lee un poema, convirtiéndose en un momento exclusivo, único; al respecto Antonio Gamoneda escribió que “la poesía crea realidad y engendra conocimiento, el de esta realidad por ella creada, que no se da ni puede ser dicho fuera de ella”. 


Al abrir un libro y muy particularmente, cuando leemos un poema, la realidad del mundo cotidiano queda fuera, nos vamos adentrando en un microcosmos que sólo responde a sus reglas y realidades, retomando aquello que dijera Gamoneda, quien también hiciera algunas reflexiones sobre este tema, apunta lo siguiente: “mi vida se intensifica porque he sentido el significado, no porque lo haya o no comprendido”, de eso se trata la poesía: de sentir ese placer, saborear ese sentir más allá de toda comprensión o interpretación, dejar atrás –como diría Luis Cernuda- “esta existencia mezquina” y abandonarse en el poema. Henri Michaux en el prólogo que realiza en un libro de Lorand Gaspar  explica que:
La poesía es el lenguaje de la vida […] Lenguaje de intensidad y de crisis, discurso de inseguridad, de duda en la que surge la certeza instantánea, amenazada de lo vivo […] en las que a veces se encuentra uno en presencia de lo que no tiene nombre.

         La poesía, esa poiesis, ese hacer, hacer que crea, que toca a las palabras y las transforma, otorgándoles “otro” significado, engrandeciendo el que ya poseen.

         Cada poeta en la creación de sus universos, esos mundos tan particulares que se atreven a compartir con el resto de los mortales quedan inmortalizados, mostrando el fluir de una época, que en sus palabras obtienen la atemporalidad, ese espacio donde no existe pasado o futuro, sólo el enfrentamiento con ese universo perenne cada vez que se lee. Hay momentos en la historia de la humanidad –en la mayoría de las veces adversos- en los cuales las producciones artísticas adquieren ciertos matices que las distinguen de las demás, ya por la forma en que logran reflejar el contexto en el que fueron creadas, ya por alzar la voz en contra de las corrientes dominantes.

Por citar sólo un caso, se puede hablar de la posguerra en España, en donde surgiera la llamada Generación del 50 a la que pertenecen: José Manuel Caballero Bonald, Rafael Sánchez Ferlosio, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Ignacio Aldecoa, Eladio Cabañero, Carlos Sahún, Antonio Gamoneda, José Agustín Goytisolo, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez y Francisco Brines.

De los poetas citados en el párrafo anterior, es en José Ángel Valente (Ourense, 1929 – Ginebra, 2000) y Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 – Madrid, 1999) se explorará la belleza de su palabra escrita, en sus poemas ahondan esos momentos, pequeños detalles, movimientos lentos de los objetos. En el primer poeta transfigurando a la palabra en cuerpo; en el segundo, prestando su voz poética a aquéllo que no la tiene, gracias a ellos nos damos cuenta que tan sólo vivimos (o dejamos pasar nuestra existencia) sin percatarnos de la belleza que hay en esos instantes, Michaux lo explica claramente:
No se puede confinar la poesía a un código determinado, cerrado. Es lenguaje inaugural, lenguaje de los lenguajes, potencia de conjunción  y de disyunción, de construcción y de disolución. Está investida por el movimiento modelador, por el devenir musical de la materia del mundo.
Memoria balbuceante de lo que no tiene memoria.

En estos dos poetas encontramos justo lo que señala Michaux, sus voces poéticas poseen: la de Valente,  disyunción y disolución, un todo lo convierte en partes: el cuerpo; la de Rodríguez, conjunción y construcción, se permite dar voz a cada objeto que nombra, cada poema es una unión de diversas voces.

José Ángel Valente: el don del cuerpo poético

Con las manos se forman las palabras,
con las manos y en su concavidad
se forman corporales las palabras
que no podíamos decir

En el libro “El fulgor” nos encontramos frente a un cuerpo que no está completo, sino son las partes de un cuerpo que a su vez conforman uno solo:
XXVII
Sumergido rumor
de las burbujas en los limos
del anegado amanecer,
innumerables órganos
del sueño
en la vegetación que crece
hacia el adentro
de ti o de tus aguas, ramas,
arterias, branquias vertebrales,
pájaros del latir,
arbóreo cuerpo, en ti, sumido
en tus alvéolos.

La voz poética de José Ángel Valente se pasea por descripciones, en ocasiones inteligibles, sólo sabemos que nos encontramos frente a un cuerpo, el cual, en este caso pareciera que es un ser que vive en las profundidades de un río, un charco o el mar, ese “arbóreo cuerpo” lleno de “ramas”, “arterias”, “branquias vertebrales”, que se encuentran sumergidas en un universo acuoso.

Su yo poético logra mostrarnos ese lento movimiento ondulante del agua, “pájaros del latir”, ante este tipo de hallazgos poéticos recordamos las palabras de Lorand Gaspar quien indica que “Más que revelarse a sí mismo, el poema nos revela”, en el caso de este libro de Valente, “El fulgor”, que se define como un resplandor o brillantez, va mostrando desde la oscuridad de las sombras nocturnas a los objetos:
XXV
Entrar,
hacerse hueco
en la concavidad,
ahuecarse en lo cóncavo.
                                         No puedo
ir más allá, dijiste, y la frontera
retrocedió y el límite
quebróse aún donde las aguas
fluían más secretas
bajo el arco radiante de tu noche.

Estos versos continuamente van fluyendo en un ritmo acuoso en el cual las aguas más secretas se encuentran bajo “el arco radiante de tu noche”, otro hallazgo poético, el contraste entre la oscuridad y la luz es una constante a lo largo de este libro; sin embargo, Tanizaki expresa de una mejor manera esos descubrimientos que brotan desde la oscuridad:
ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle

Los poemas de “El fulgor” poseen una suave musicalidad, que contrasta con la complejidad de las frases que le dan vida, los poemas que lo componen nacen en la oscuridad y también de la luz:
XXIV
En el amanecer, en las primeras
brumas de ti que crean el espacio
y la figuración, pupila o mano,
manantial de la noche, cuerpo, tú,
rumor distinto de las otras formas
que sólo tú despiertas en la luz.

Entre esos claroscuros se vislumbra el movimiento de los cuerpos, que van flotando en universos acuáticos o pertenecen a él:
XII
Moluscos lentos,
sembrada estás de mar, adentro
de ti hay mar: moluscos del beber
en ti el mar
para que nunca en ti
tuvieran fin las aguas.

En este pequeño poema se habla de los moluscos que forman parte del mar y cómo dentro de ellos también hay mar, de un ser pequeño que se pierde en la inmensidad de un mar, la voz poética encarna una reflexión filosófica, como lo expresara Tanizaki: “La forma de un instrumento aparentemente insignificante puede tener repercusiones infinitas”], en este caso al ser tocado por la gracia del don poético ese molusco representa ya desde ahora y para siempre la eternidad del mar.

La voz poética de sé Ángel Valente logra desbaratar un todo en partes, como un rompecabezas al que va formando después, en un suave compás, como el ritmo de las olas de mar, que es su mar, dentro del cual nos vamos sumergiendo en la lectura de cada verso.

Claudio Rodríguez: la memoria de sus sombras

Todo es nuevo quizá para nosotros

         En la “Introducción” del libro Desde mis poemas de Claudio Rodríguez contiene un apartado que “A manera de un comentario” el propio autor indica:
Si la poesía, entre otras cosas, es una búsqueda, o una participación entre la realidad y la experiencia poética de ella a través del lenguaje, claro está que cada poema es como una especie de acoso para lograr (meta imposible) dichos fines.

         Esa búsqueda de la que habla Rodríguez en su obra Don de la ebriedad lo lleva a “prestar” su voz poética a aquellos seres que en lugar de ser descritos podemos conocerlos, porque en estos poemas sabemos que sienten como nosotros:
El agua. Se entristece al contemplarse
desnuda y ya con marzo casi encinta.

         El yo poético se va haciendo a un lado, comparte su protagonismo al quedar deslumbrado con la belleza que le rodea y lo va cercando:
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de las sombras
[…]
Y, sin embargo, -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria de persecución.

         En otro momento esa misma voz canta y dice que desea ser un río eterno:
Cuando hablaré de ti sin voz de hombre
para no acabar nunca, como el río
no acaba de contar su pena y tiene
dichas ya más palabras que yo mismo.

         El don de esta ebriedad poética en la cual ya estamos inmersos es contiene una larga serie de preguntas retóricas de las cuales no se espera y tal vez no existe respuesta, cada lector podrá responder según sus vivencias, tal como lo indica George Steiner:
Un “texto” se genera cuando el lector es aquel que racionalmente se concibe a sí mismo escribiendo un “texto” comparable en importancia y en grado de exigencia, con aquel que está leyendo. Leer es sostener una relación a la vez recreativa y competitiva con el texto del escritor.

         Como lectores, cada uno podrá responder los cuestionamientos con libre albedrío, sin embargo, lo que no es posible es pasar por alto la minuciosidad con la que esta voz poética se va deteniendo en esos acontecimientos que de tan cotidianos ya pasan desapercibidos y justo ahí es donde radica la belleza de esta embriaguez que recorre cada verso:
Así el deseo. Como el alba, clara
desde la cima y cuando se detiene
tocando con sus luces lo concreto
recién oscura, aunque instantáneamente.
Después abre ruidosos palomares
y ya es un día más.

         Algo tan cotidiano e invisible como cada amanecer es retratado de una forma tan exquisita: el deseo es como el alba, no se sabe en qué momento surgirá y cómo tocará con sus luces lo concreto, por que no se sabe exactamente cuándo y de pronto ya amaneció. Estas imágenes que  evocan el comienzo de todos los días, recuerdan lo que Junichiro Tanizaki comentara sobre la belleza auténtica:
Se puede encontrar belleza en un rostro totalmente artificial, pero nunca se experimentará la impresión de autenticidad que produce la belleza sin maquillaje.

         Lo que el autor japonés describe es lo que se observa en el microcosmos que nos presenta el yo poético de Claudio Rodríguez:
Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto,
un resplandor aéreo, un día vano
para nuestros sentidos, que gravitan
hacia arriba y no ven ni oyen abajo.

La belleza de un paisaje desnudo que se va mostrando desde cada ángulo, en cada mínimo espacio se van develando esos misterios, los cuales, descubren hasta sus más íntimos secretos. Lo cual recuerda lo que escribiera Guillermo Díaz-Plaja, quien señala que puede existir un: “paisaje-protagonista, personaje activo dentro del cual y a través del cual se concibe la acción”, en el caso de la voz poética de Rodríguez va dando espacio paulatinamente al mundo en el que vive, comparte sus experiencias y todos estamos ya en un mismo nivel: el poema, el yo poético y el lector, unidos en un momento mágico en que esos tres elementos se confunden en uno sólo:
La belleza anterior a toda forma
nos va haciendo a su misma semejanza.
Y es que es así: niveles de algún día
para caer sin vértigo de magias,
en todo: en lo sembrado por el aire
y en la tierra, que no pudo ser rampa
de castidad. Y así tiene que vernos.

         Y efectivamente, tiene razón, la belleza es anterior a toda forma y en toda forma puede ser vivida, pero sobre todo sentida, dependiendo de la sensibilidad de cada espectador.

         José Ángel Valente y Claudio Rodríguez son dos grandes voces poéticas que emergieron en la crítica situación que se vivió en España después de la Guerra Civil de los 30’s, ambos pasaron por la experiencia de visitar universidades extranjeras, recibieron además el Premio Adonais; Rodríguez en 1953 y Valente un año después. En estos dos poetas se encuentra la conjunción perfecta que logra dar vida a ese don de la belleza que queda en la memoria de la palabra escrita.

         El camino que recorren es completamente diferente, sin embargo ambos logran, como lo canta Alejandro Sanz: “Descubrí que cuando cantas sólo estás dibujando con palabras”, dibujar, reflejar, revelarnos aquello que nada más puede ser dicho de esa manera, porque no existiría otra forma mejor para expresarlo. Ello conlleva a rememorar las palabras que en una Conferencia dictara Dulce María Loynaz:
Son ellos, los místicos, los artistas, los poetas, los que revelan a los demás, al solo resplandor de una palabra, de un trazo, de una música, el mundo mágico que todos llevamos dentro.

Y regresamos al principio, a lo ya citado por Lorand Gaspar: un poema nos revela, aquello que sólo a nosotros y de esa manera puede ser revelado: un poema es una venta abierta hacia dentro de nosotros mismos, por que en todos existe esa belleza, sólo espera a que la encontremos.




 

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